EL GAUCHO Y LA NUEVA LITERATURA RIOPLATENSE, por Leopoldo Marechal (1926)

Este artículo salió publicado en la revista Martín Fierro, Nº 34, del 5 de octubre de 1926, que editaba el grupo homónimo que celebraba sus tenidas literarias en el viejo Buenos Aires de la segunda década del siglo XX. Nutrieron sus filas prohombres de nuestras letras, como Ricardo Güiraldes, González Tuñón, Leopoldo Marechal, Jorge Luis Borges y Ernesto Palacio, aunque en su publicación también figurarían los escritos del pintor Fernando Fader, Ricardo Rojas, Macedonio Fernández y Leopoldo Lugones, entre otros.  

El texto se titula “El gaucho y la nueva literatura rioplatense”, y está escrito por Leopoldo Marechal. De su lectura se desprenden, al menos, tres aspectos. El primero, es la crítica que hace a la literatura argentina que ha querido enaltecer, hasta allí, la figura de un gaucho muerto por el devenir de la historia, reconocido por las grandes plumas como algo finiquitado, estancado en un ayer irremediable, de lastimoso colorido. El segundo aspecto, y quizás el más fundamental, es el metapolítico, en donde Marechal, tomando algunas sugerencias de autores foráneos, así como la visión que se tiene en otros países, dice que tanto la historia como el arte o la literatura han de ser plataformas redivivas de la tradición, poniendo la esperanza en un presente que pronto será un mañana lleno de nuevas realizaciones y comienzos; en este sentido, Marechal quiere que el paisano del presente sea eso, materia y espíritu vivo, que crea en su destino, y no que sea un simple lamento del ayer. Para eso, va a tomar el ejemplo del gaucho Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes [1] –hete aquí, el tercer aspecto del somero análisis de la nota-, al que ve retratado sin las taras de una literatura popular que acepta y loa un gaucho “inepto, sanguinario y vicioso”, esgrime Marechal. Dicho esto, continúa la transcripción. Gentileza, Gabriel O. Turone.

El gaucho y la nueva literatura rioplatense 

Las letras rioplatenses, tras un discutible propósito de nacionalismo literario, están a punto de adquirir dos enfermedades específicas: el gaucho y el arrabal. Nada habría de objetable en ello si se tratara del campesino actual, que monta un potro y maneja un Ford con la misma indiferencia; pero se refieren a ese gaucho estatuable, exaltado por una mala literatura; a ese superhombre de cartón que, abandonando su pobre leyenda, quiere hoy erigirse en arquetipo nuestro.

En las naciones extranjeras -poseedoras de una tradición secular y rica en episodios y tipos-, el arte nuevo trata de olvidar el pasado y aspira, según el consejo de Herodoto, al recomienzo de todas las cosas. Se ha renovado esa atmósfera de museo que pesaba sobre la literatura; se desprecia las imágenes deshilachadas, los temas herrumbosos y ese lamentable color de años.

Todo hombre es ya un recomienzo. Expresión y hasta limitación de su época, todo hombre es el reloj único destinado a marcar una hora única del tiempo. De ahí que el artista moderno trate de arraigar en la vida contemporánea sus cinco sentidos libres de prejuicios. Arrinconando viejas decoraciones, busca en sí los elementos fundamentales de su ser y cuenta las aventuras de su espíritu, frente a las cosas que siguen una vida paralela a la suya.

La tendencia del gusto europeo hacia lo exótico no es un capricho más, sino la esperanza de un arte exhausto frente al de los pueblos que están viviendo su mañana, y donde cada hombre, según Delteil, es una fuente de imágenes verdes.

Por eso resulta doloroso que en América, donde todas las cosas están en su primer peldaño, nos aferremos a una tradición que no se anima a serlo todavía y nos pongamos a llorar la desaparición de un pseudo-arquetipo o a gemir poemas de ropavejero sobre ponchos, chiripás y otros cachivaches en desuso.

Yo creo que, desde hace años, nuestra tierra viene creando un tipo genuino cuya realización será obra del tiempo. Las condiciones de vida; la lucha contra los elementos que acrisola el valor y fundamenta grandes aptitudes; el paisaje sobrio, donde todas las cosas desnudan un gesto trascendental, propicio a la abstracción y a las vías del espíritu; la sensación de abiertas distancias que son la tentación del viaje; la anchura de horizontes que seduce y agobia; la intimidad con la vida y con la muerte; todo eso va imprimiendo su carácter en un proyecto de raza que se logra poco a poco y que, tal es nuestra esperanza, ha de ser la conciencia de un país y de una edad.

Las alternativas de esta larga evolución; los principios éticos nacientes; el ideal de justicia y el gesto conmovedor del hombre que se sabe destino, son temas capaces de crear un arte prodigioso.

En este sentido, el “Don Segundo Sombra” de Güiraldes me parece la obra más honrada que se haya escrito hasta ahora sobre el asunto. El autor destierra ese tipo de gaucho inepto, sanguinario y vicioso que ha loado una mala literatura popular; y ese otro que casi es un semidios de bambalinas. Sus personajes no son más que hombres ni menos que hombres: cumplen un destino de azar y de lucha con la sencillez que da un valor nunca regateado.

Nuestra incipiente literatura debe arraigar en el hoy, en esta pura mañana que vivimos. Poseemos junto a nosotros y en nosotros las fuentes vitales a cuyo retorno aspiran hoy las artes fatigadas. Aferrarse a un ayer mezquino como el nuestro es revelación de pobreza y de poca fe en nosotros mismos.

En nuestro país, afortunadamente, el mal no pasa de síntoma; pero el detestable ejemplo de muchos artistas uruguayos nos deja medir el alcance de tal error. Desde que Silva Valdés, con una fibra poética indiscutible, explotó el fácil prestigio sentimental de viejo útiles y viejos paisajes, ha brotado en la otra orilla un matorral de escritores que están llevando las cosas a un extremo casi ridículo.

Olvidemos al gaucho. En el umbral de los días nuevos crece otra leyenda más grande y más digna de nuestro verso, puesto que está en nosotros y se alimenta con nuestros años.

L. MARECHAL

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