LAS RIÑAS DE GALLO, UN JUEGO DE LA PATRIA VIEJA

Aunque en nuestros días esta práctica bien puede estar en tela de juicio, desde mediados del siglo XVIII y hasta fines del siglo XIX la riña de gallos fue uno de los pasatiempos preferidos de los gauchos orilleros así como de los integrantes de las familias más pudientes del viejo Buenos Aires.

Los conquistadores, para el caso, fueron los introductores de las riñas cuando pisaron América a fines del siglo XV, como también sucedió con las corridas de toros. Entre los países pioneros de la actividad gallística, encontramos a Cuba, México, Perú [1] y, más tarde, a la República Argentina.

En nuestro país, la primera noticia que se tiene de una riña de gallo data del año 1767, cuando se anunció “en Buenos Aires la construcción de una casa destinada a “juegos de gallos”, con instalaciones en regla y de carácter permanente”, refiere el periodista Pedro Olgo Ochoa. A pesar de que pronto alcanzaría una notoria popularidad, las riñas de los plumíferos no siempre obtuvo una aceptación generalizada ni mucho menos, ya que fue objeto de constantes protestas y sanciones.

El dueño del primer reñidero que existió en nuestro país, el cual estaba ubicado en el “hueco de Monserrat” (actual plaza homónima) en Buenos Aires, fue el español Juan José de Alvarado, y dado que éste fue exitoso, a pocas cuadras se alzó otro a título de Manuel Millán [2]. En cambio, por la zona de Almagro funcionó una gallera que pertenecía a don Pepe Cuitiño, quien había sido descendiente del jefe de la Más Horca federal, el coronel Ciriaco Cuitiño. A Pepe sus vecinos llegaron a apodarlo “Gallonero”, lo mismo que a su esposa (“Gallonera”). La tradición refiere que durante sus riñas se comía asado y se voceaba sobre menesteres de la política local. El payador José Betinotti, parroquiano de Cuitiño, le dedicó unos versos a su señora esposa, los que así decían:

A la mujer del gallero

le dicen la gallonera

y no me parece bien

la llamen de tal manera

pues, a la del boticario

no la nombran “botiquera”.

REÑIDEROS DE SAN TELMO

Encontramos que para 1853 quedaba inaugurado en el barrio de San Telmo, más precisamente en la calle Tacuarí, entre Chile y México, el reñidero de don Miguel Masías. En la misma barriada porteña, existió otro que alcanzó cierto renombre en su época, ubicado en la calle Santo Domingo 745 (hoy, Venezuela), propiedad de un tal José Rivero. Éste le había hecho colocar “palcos y gradería de entrada general”. Siempre en San Telmo, se hallaba el reñidero de la firma Sañudo y González, con la particularidad de que en su puerta de entrada “flameaba una bandera con dos gallos pintados”, cita Ricardo M. Llames en su Cancha de Pelotas y Reñideros de Antaño (1981).

Grabado de un reñidero de gallos que existió en la Provincia de Córdoba en el siglo XVIII.

En el listado también figura la gallera sita en Tacuarí al 700, cuya inauguración aconteció el 3 de mayo de 1858, y entre cuyos asistentes solían verse provincianos y aficionados venidos desde Montevideo, Uruguay, todos los cuales estaban dispuestos a apostar hasta 80.000 pesos fuertes en una sola pelea. Recuerdan las crónicas, a su vez, aquel reñidero de la actual Venezuela 750, pegado casi al de Rivero, que era manejado por la firma Plaza y Cía. y al cual se daban cita no pocas personalidades de la época. Funcionó hasta el año 1885, cuando, según parece, la Ley de Protección de los Animales lo hizo clausurar.

Hacia 1860 la Gobernación de Buenos Aires le cobraba a cada reñidero unos 5 mil pesos mensuales, cifra que, si bien elevada, no revestía preocupación alguna porque los sitios se abarrotaban de apostadores llegados desde “las quintas de Once al sur, Caballito, Flores y Floresta”, reflexiona Ochoa.

Se sabe de la afición que tuvieron por este divertimento personalidades tales como el gaucho don Segundo Ramírez (“Don Segundo Sombra”), el gobernador cordobés Benigno Ocampo, los generales Ángel Pacheco y Manuel Hornos, y hasta el jurista y diplomático Bernardo de Irigoyen.[3] Un Cirujano Mayor del Ejército, el general Álvaro Jesús Luna, quien peleó con Roca en los desiertos del sur, encontraba en las riñas de gallo una maravillosa distracción cuando la milicia se lo permitía. “Desde muy temprano –sostiene Pedro Ochoa- comenzaban a llegar al sitio de la riña innumerables familias, coroneles, diputados y hasta cierto obispo argentino asistió un día acompañado del señor Dalmiro Núñez, un importante personaje de la época”. Por lo anterior, tenemos la certeza de que las contiendas gallísticas tuvieron una gran variedad de público, al tiempo que sirvieron como “medio de vida para numerosa gente de la población”. En su libro Tradiciones y Recuerdos (1934), don Manuel Bilbao dice que de las riñas de gallos peleadores “participaban todas las clases sociales, desde el gaucho más pobre hasta el más encumbrado personaje”.

Además, durante algunas ocasiones se daba inicio a las competencias o torneos de riñas de gallo los días 25 de mayo, acaso toda una significativa muestra del respeto que se le tenía a este tipo de actividades. Similar ocurría en la sociedad, dado que era merecedor del respeto de la gente quien lograba criar un gallo de pelea campeón, imbatible, abierto a la expectación popular. Sobre lo último, refiere Ochoa que “Desde que nacen (los gallos), son objetos de mucho cuidado y esmerada solicitud”, agregando que desde que son pollitos los futuros gallos peleadores “riñen todo el día, por eso es necesario apartarlos porque de lo contrario, se matan entre sí”.

Quedó en los anales de la historia, el hecho de que en una casa en cuyo interior funcionaba un reñidero de gallos fue detenido el Gobernador de San Juan, brigadier general Nazario Benavídez, previo a su traslado y asesinato en la cárcel pública, hecho que ocurrió el 23 de octubre de 1858.

A su vez, suena probable que, en todos los lugares donde se practicaba este pasatiempos, los dueños hayan conocido –o, al menos, oído nombrar- al médico y antropólogo italiano Pablo Mantegazza, autor de una obra titulada Río de la Plata e Tenerife, quien describe en el capítulo “Combattimento dei galli” todo lo referido a, por ejemplo, la alimentación del gallo peleador, tan esencial para mantenerlo en buen estado al momento de la confrontación…y las apuestas.

Detalle del famosísimo cuadro que en 1852 realizó el pintor Palliere de una criolla compulsa gallística.

Otros escritores, tal vez más contemporáneos que el anterior, han escrito algunas páginas en las que describían el ambiente donde, usualmente, se erigían esos espacios, casi siempre en los patios internos de algún solar.

Así, es como Ricardo Güiraldes anota en una parte de su libro Don Segundo Sombra los entretelones de una riña protagonizada por un giro y un batarás, donde las apuestas variaban de acuerdo a la suerte de los oponentes y se daban, a los gritos, en medio de la euforia general. Quien también dedicó unas páginas a rememorar las riñas, fue el gran Gustavo Martínez Zuviría (“Hugo Wast”) en su novela La que no perdonó, en donde describe una riña de la Provincia de Santa Fe que comienza así:

Pesaron a los dos gladiadores suspendiéndolos de una romana, envueltos en un trapo como a un recién nacido, y les aseguraron en las patas las terribles púas de acero, operación presenciada por los circunstantes con silencio tan solemne como el que reinaría momentos antes de un torneo, en la Edad Media, cuando los caballeros, delante de su séquito, se calzaban las espuelas…”

REGLAMENTOS OFICIALES 

Desde sus comienzos, las riñas se jugaban sin que medien reglamentos o principios legalmente constituidos para tales fines. Pronto, el Cabildo de Buenos Aires estableció en 1821 el primer sistema de pago de patentes o impuestos para los que organizaban tales encuentros gallináceos con el fin de recaudar para “la obra del empedrado de calles”, sostiene Francisco Romay. No obstante la buena iniciativa, a los agentes policiales les preocupaba el incremento de los hechos delictivos que se daban en este tipo de eventos, pues recibían numerosas quejas de los vecinos, sea por ruidos molestos o por los robos que se generaban en las adyacencias de los estadios o clubes gallísticos. Es que, en términos de Romay, las peleas “se originaban en un ambiente de bajo fondo, con abuso de bebidas y otras perturbaciones”.

No se vuelven a tener noticias acerca de reglamento alguno para el buen funcionamiento de las riñas. Recién en la época de Rosas, con fecha 27 de abril de 1847, se va a establecer un Reglamento para el reñidero de gallos, cuya primera edición recién se dio a conocer en formato de cartilla en 1858 a través de la Imprenta de “La Revista”.

Este Reglamento, el primero en esta ‘ciencia del gallólogo’, reconocía en sintéticos 17 artículos todo lo concerniente a los gallos, los dueños de las aves, el rol del juez y el comportamiento de los apostadores y los concurrentes. El artículo XIII, para citar uno de ellos, establecía que si uno de los gallos clavaba su pico en la tierra por tercera vez, sea por fatiga o por estar herido, deberá el juez decretar su derrota “siempre que el contrario permanezca en pie”.

El artículo 11, por caso, establecía el empate (o “tablas”) del resultado cuando, en ocasión de hallarse uno de los plumíferos ciego y el otro en mejores condiciones, ninguno de ambos “hicieren por la pelea”. En cambio, si el gallo que hubiere perdido  su visión en la refriega tenía actitudes de seguir peleando mientras que el otro, aún con el sentido de la vista sana, esquivaba el compromiso por tercera vez, se le daba por ganador al primero. Y gallo que huía, gallo que perdía, se leía en el cuarto punto del Reglamento.

Portada del “Reglamento para el reñidero de Gallos” editado por la Imprenta “La Revista” en 1858. Había sido redactado durante el rosismo once años antes.

El último de los artículos, el 17, daba lugar para que “uno de los aficionados inteligentes desapasionados que no hayan apostado” determine, por pedido del juez, qué gallo era el vencedor. Esto acontecía en los encuentros tipificados de “dudosos” por las circunstancias en que se desarrollaban los mismos.

Don Rafael Trelles, a la sazón jefe de la Policía, sancionará otro reglamento el 18 de marzo de 1861, siendo el segundo que se conoce respecto a la riña gallística. Tenía un total de 31 artículos y recibió por nombre Reglamento Oficial para Riñas de Gallos. Era, al parecer, más específico que el redactado en tiempos de la Federación, poniendo suma atención en el comportamiento del público asistente. En el Reglamento de Trelles “Estaba prohibido pararse en los asientos, ( y) poner los pies en los respaldos de los que estuvieran adelante”. Tampoco se podían proferir insultos ni alterar el orden.

La riña de gallos continuó su derrotero, alegrando a unos y entristeciendo a otros, y siendo acompañado, como se ha dicho, por todas las manifestaciones literarias y pictóricas que lo han tenido presente merced a la genialidad de los eruditos y los artistas. Pero el criollismo y su herencia hispánica comenzaban a perder, casi en las postrimerías del siglo XIX, su arraigo cultural, su memoria, su rica impronta.

EL ULTIMO GALLO 

El final de una práctica que había calado hondo en el alma pueblerina vino de la mano de los leguleyos, y de una visión más “civilizada” de la vida, una que exterminara la “barbarie” de un pasado auténticamente nativista.[4] ¿Y cómo fue aquel final?

El 24 de septiembre de 1881 ya se había creado la Asociación Argentina Protectora de Animales, siendo uno de los que contribuyó a dicha fundación el ex presidente Domingo Faustino Sarmiento. Finalmente, la “Ley Sarmiento” (Ley Nacional de Protección de los Animales Nº 2786), sancionada el 26 de julio de 1891, dictaminó el estrepitoso final de las riñas y el despoblamiento de las gradas construidas para las plumíferas peleas.

Mural hallado en Pompeya y que representa una riña de gallos. Data de los siglos I y II a. C.

Sin embargo, algunos audaces continuaron evadiendo dicha ley. Y entonces sucedió lo inesperado: en medio del ocaso, el bayo inglés del comisario Beneral, un peleador que todavía entretenía al pobrerío, fue descubierto infractor. De allí, que en el Depósito de Contraventores, que por 1908 funcionaba en la calle 24 de noviembre Nº 49, permaneció guardada la declaración hecha por el comisario Beneral. Decía: “Mi gallo, como ganador, es el último gallo que pelea en mi seccional de Palermo. Ha transgredido la Ley y debe ser sacrificado. No más gallos en mi Sección”. El último gallo, o sea, el último que mantuvo intacta, hasta entonces, la tradición de un juego sanguinario y popular, jaqueado ya por la burocracia de tratados, libracos y leyes complacientes con el nuevo orden, vio el ocaso de modo horrible: murió decapitado por orden del propio comisario.

Por Gabriel O. Turone

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IMAGEN DE PORTADA: “Riña de gallos”, óleo sobre tela, de Ricardo Martínez Calvo.

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Bibliografía:

 *) Llanes, Ricardo M. “Canchas de pelotas y reñideros de antaño”, Cuadernos de Buenos Aires 58, Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, 1981.

*) Ochoa, Pedro Olgo. “La riña de gallos, seducción de ricos y pobres”, Revista Todo es Historia, Año III, Nº 28, agosto de 1969.

*) Reglamento para el reñidero de gallos, Imprenta de “La Revista”, Buenos Aires, 1858.

*) Romay, Francisco L. Comisario Inspector (R). “Historia de la Policía Federal Argentina”, Tomo I, 1580-1820, Editorial Policial, Buenos Aires, 1980.

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[1] José de San Martín abolió esta práctica en el Perú mediante un decreto sancionado el 16 de febrero de 1822.

[2] Otra fuente dice que se llamaba Manuel Melián. Sea Millán o Melián, al cabo que se lo tenía por fundador de la Casa de los Gallos, tal el nombre que tomó su reñidero.

[3] El general Ángel Pacheco tuvo grandes criaderos de gallos, algunos de cuyos ejemplares serían empleados para las peleas en los reñideros. De sus establecimientos salieron ejemplares de los llamados “naranjos-zarbudos”, “cenizos-oscuros”, “overos-negros” y los “blancos”. Otro reconocido criador de gallos fue el también general don Hilario Lagos.

[4] A este propósito, diremos que las costumbres populares que usaban los pobladores de la vieja Buenos Aires no representaban lo “peor” de nuestra idiosincrasia sino lo más genuino. Y no eran un muestrario “bárbaro” únicamente representativo de nuestra criolla forma de vivir, pues, para el caso, también igual de “bárbaros” eran los sectores populares de la Francia imperial. Veamos, sino, la comparación que hacía el viajante francés Alcídes D’Orbigny en 1842 al recorrer el bajo porteño: “Los changadores o faquines, los carretilleros, o carreteros, que a cada paso se encuentran y que saludan a los extranjeros con los más groseros epítetos, no están mucho más mal educados que nuestros coches de fiacre y nuestros mozos de cordel…”.

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